—¡Señorita Foster! —La voz nasal del señor Sweeney atravesó la atronadora música de Sophie mientras jalaba sus auriculares por el cable—. ¿Ha decidido que es demasiado lista para prestar atención a la información?
Sophie se obligó a abrir los ojos. Intentó evitar hacer una mueca de dolor cuando las fuertes luces fluorescentes se reflejaron en el vivido azul de las paredes del museo, amplificando el punzante dolor de cabeza que estaba escondiendo.
—No, señor Sweeney —musitó, encogiéndose bajo las miradas fulminantes de sus atentos compañeros.
Se tapó la cara con su cabello rubio deseando esconderse. Ese era exactamente el tipo de atención que intentaba evitar. Por eso vestía con colores opacos y se quedaba en la última fila oculta entre los demás, que le sacaban una cabeza. Era la única manera de sobrevivir para una chica de doce años en el último año de secundaria.
—Entonces quizá debería explicar por qué escucha su iPod en lugar de seguirnos —El señor Sweeney sostenía en alto sus auriculares como si fueran la prueba de un crimen. Aunque, para él, probablemente significaban eso. Había arrastrado a la clase de Sophie al Museo de Historia Natural del Balboa Park, asumiendo que sus estudiantes estarían entusiasmados por el viaje de día completo. No parecía darse cuenta que, a menos que esas enormes réplicas de dinosaurios cobraran vida y empezaran a comerse a todo el mundo a nadie le importaba.
Sophie se tiró de una pestaña suelta —un hábito nervioso— y se miró los pies. No había manera de hacerle entender al señor Sweeney porque necesitaba la música para ahogar el ruido. Él ni siquiera era capaz de oírlo.
El parloteo de docenas de turistas resonaba en las paredes decoradas con fósiles y se extendía por el espacio cavernoso. Aunque el verdadero problema eran sus voces mentales.
Trozos de pensamientos dispersos e inconexos se transmitían directamente al cerebro de Sophie. Era como estar en una habitación con cientos de televisores prendidos emitiendo diferentes programas al mismo tiempo. Le rebanaban la conciencia dejando fuertes dolores a su paso.
Era un bicho raro.
Este había sido su secreto, su carga, desde que se cayó y se golpeó la cabeza a los cinco años. Había intentado bloquear el ruido. Ignorarlo. Nada ayudaba. Y nunca se lo podría decir a alguien. No lo entenderían.
—Ya que decidió que no necesita esta clase, ¿por qué no la da? —le preguntó el señor Sweeney. Señaló el gigantesco dinosaurio naranja con pico de pato que había en el centro de la sala—. Explíquele a la clase como se diferencia el lambeosaurio de otros dinosaurios que hemos estudiado.
Sophie reprimió un suspiro mientras en su mente aparecía la imagen del panel informativo delante de la exhibición. Lo había mirado cuando habían entrado al museo, y su memoria fotográfica había captado todos los detalles. Mientras iba recitando los datos, la cara del señor Sweeney se retorcía en un ceño fruncido y podía oír los pensamientos de sus compañeros crecer en amarga intensidad. No eran exactamente admiradores de su niña prodigio residente. La llamaban Sabelotodo.
Acabó su respuesta y el señor Sweeney murmuró algo parecido a un «sabihonda» mientras caminaba a grandes zancadas hacia la otra sala de la exposición. Sophie no los siguió. Las finas paredes que separaban las dos habitaciones no silenciaban el ruido, pero lo amortiguaban. Agradeció ese pequeño alivio.
—Buen trabajo, superfriki —Garwin Chang, que llevaba una camiseta con la frase «¡Atrás! ¡Me voy a tirar un pedo!», se burló mientras pasaba empujándola para unirse a sus compañeros—. Tal vez escriban otro artículo sobre ti: «niña prodigio enseña clase sobre lameo—saurios».
Garwin seguía resentido de que Yale le hubiera ofrecido a ella una beca completa. A él le había llegado la carta de rechazo pocas semanas antes.
Pero Sophie no tenía permiso para ir.
Sus padres dijeron que era demasiada exigencia, demasiada presión y que ella era muy joven. Fin de la discusión.
Así que el próximo año asistiría a la universidad de la ciudad de San Diego, que era mucho más pequeña y cercana. Un hecho que, un irritante reportero consideró lo bastante valioso como para publicarla en el periódico local el día anterior: «niña prodigio escoge universidad de la ciudad sobre la Ivy League», completándolo con su foto de estudiante. A sus padres les dio un ataque de pánico cuando lo vieron. «Un ataque» ni siquiera era suficiente para describirlo. Más de la mitad de sus reglas estaban destinadas a ayudar a Sophie a «evitar la atención innecesaria». Artículos en primera plana eran por mucho su peor pesadilla. Incluso llamaron al periódico para quejarse.
El editor parecía tan disgustado como ellos. La noticia se había publicado en lugar de un artículo sobre el pirómano que aterrorizaba la ciudad, y seguían sin averiguar cómo sucedió semejante error. Los extraños incendios con llamas blancas y humo que olía a azúcar quemado tenían prioridad sobre todo. Especialmente sobre una historia acerca una niña sin importancia que la mayoría se esforzaba por ignorar.
O solían hacerlo.
Al otro lado del museo, Sophie vio un chico alto, de pelo negro, que estaba leyendo el diario de ayer con su vergonzosa foto en blanco y negro en la portada. Levantó la vista y la miró fijamente.
Nunca antes había visto unos ojos de ese tono de azul —verde azulado, como los lisos pedazos de vidrio marino que había encontrado en la playa— y eran tan radiantes que brillaban. Algo destelló en su expresión al captar la mirada de Sophie. ¿Decepción?
Antes de que ella pudiera saber cómo interpretarlo, se separó del exhibidor donde había estado recostado y cerró la distancia entre ellos.
La sonrisa que le brindó era de pantalla de cine y el corazón de Sophie dio un extraño salto.
—¿Eres tú? —le preguntó señalando la foto.
Sophie asintió sintiéndose incapaz de hablar. Debía de tener unos 15 años y era, de lejos, el chico más lindo que había visto en su vida. Entonces, ¿por qué estaba hablando con ella?
—Eso creí —entrecerró los ojos mirando la foto y luego la miró a ella—. No me había dado cuenta que tenías los ojos marrones.
—Ah… sí —respondió Sophie, sin saber que decir—. ¿Por qué?
—Por nada —Se encogió de hombros.
Había algo raro en la conversación, pero Sophie no podía descubrir que era. Y tampoco podía situar su acento, era como británico, pero con un toque diferente. ¿Más profundo? Era algo que le molestaba y no sabía por qué.
—¿Estás en esta clase? —Le preguntó, deseando tragarse sus palabras tan pronto salieron de su boca. Claro que no estaba en su clase. No lo había visto antes. No estaba acostumbrada a hablar con chicos, especialmente con los lindos y eso hacía que su cerebro se nublara.
Su perfecta sonrisa regresó mientras le respondía:
—No —Luego señaló la descomunal figura verde que tenían delante. Un albertosaurio, en todo su gigante y reptil esplendor—. Dime algo, ¿realmente crees que eran así? Es un poco absurdo, ¿no?
—No realmente —respondió Sophie, intentando ver lo mismo que él. El dinosaurio parecía un pequeño tiranosaurio rex: boca grande, dientes afilados y brazos ridículamente cortos. Lucía bien para ella—. ¿Por qué? ¿Cómo crees que eran?
Él se echó a reír.
—No importa. Dejaré que vuelvas a tu clase. Fue un placer conocerte, Sophie.
Se dio vuelta para irse justo cuando dos grupos de niños de preescolar entraban disparados a la exposición de fósiles. El aplastante griterío fue suficiente para hacer retroceder a Sophie un paso, pero sus voces mentales eran otra esfera de dolor.
Los pensamientos de los niños eran como punzantes agujas chillonas y tantas juntas eran como un puercoespín enojado atacando su cerebro. Sophie cerró los ojos y se llevó las manos rápidamente a la cabeza frotándose las sienes para aliviar las punzadas de su cráneo. Entonces se acordó que no estaba sola.
Miró alrededor para comprobar si alguien había advertido su reacción y cruzó una mirada con el chico. Él tenía las manos en su frente y su cara mostraba la misma expresión adolorida que ella creía haber tenido hace unos segundos.
—¿Acabas de… escuchar eso? —le preguntó el chico en un susurro.
Sophie sintió la sangre abandonar su rostro.
No podía referirse…
Tenía que ser el griterío de los niños. Ellos provocaban un montón de ruido por si solos; gritos, chillidos y risas, más las sesenta o más voces diferentes hablando en voz alta.
Voces.
Jadeó y retrocedió otro paso mientras su cerebro resolvía su anterior problema.
Oía los pensamientos de todas las personas de la sala. Pero no podía oír la distintiva voz acentuada del chico, a no ser que hablara.
Su mente permanecía en total y completo silencio.
No sabía que eso fuera posible.
—¿Quién eres? —susurró.
Los ojos del chico se ensancharon.
—Lo hiciste… ¿verdad? —Se acercó a ella, inclinándose para susurrarle—. ¿Eres telépata?
Sophie se encogió. La palabra hizo que le picara la piel.
Y su reacción la delató.
—¡Lo eres! No lo puedo creer —susurró el chico.
Sophie retrocedió en dirección a la salida. No iba a revelar su secreto a un completo desconocido.
—Está bien —continuó, extendiendo sus manos mientras se acercaba como si ella fuese una especie de animal salvaje al que intentaba calmar—. No tienes por qué temer. Yo también lo soy.
Sophie se congeló.
—Me llamo Fitz —añadió, dando otro paso.
¿Fitz? ¿Qué clase de nombre era ese?
Sophie examinó su cara, buscando alguna señal que le dijese que todo era una broma.
—No estoy bromeando —dijo como si supiese exactamente lo que ella estaba pensando.
Quizás lo sabía.
Sophie se tambaleó.
Había pasado los últimos siete años deseando encontrar a alguien como ella, alguien que pudiera hacer lo que ella hacía. Ahora que lo había encontrado, sentía que el mundo había dado un vuelco.
La agarró de los brazos para estabilizarla.
—Tranquila, Sophie. Estoy aquí para ayudarte. Llevamos doce años buscándote
¿Doce años? ¿Y qué quería decir con «llevamos»?
Una pregunta mejor: ¿Qué quería de ella?
Las paredes se empezaron a cerrar y la sala comenzó a girar
Aire.
Necesitaba aire.
Se apartó bruscamente de él y se precipitó hacia la puerta, dando tumbos mientras sus temblorosas piernas intentaban adaptarse a su ritmo.
Tomó grandes bocanadas de aire mientras bajaba corriendo las escaleras frente al museo. El humo de los incendios le quemaba los pulmones y pequeñas cenizas blancas le caían en la cara, pero las ignoró. Quería poner la mayor distancia posible entre el chico desconocido y ella.
—¡Sophie, regresa! —le gritó Fitz, por detrás.
Sophie aceleró el ritmo mientras corría por el patio al pie de las escaleras, pasando la amplia fuente y los montículos de césped hasta la acera. Nadie se interpuso en su camino: todos estaban dentro, debido a las condiciones del aire. Pero todavía podía oír sus pasos ganando terreno.
—Espera —la llamo Fitz—. No tengas miedo.
Lo ignoró y colocó toda su energía en la carrera, luchando contra la urgencia de mirar sobre su hombro para ver cuánta distancia los separaba. Alcanzó la mitad de un cruce cuando el chirrido de neumáticos le recordó que no había mirado a ambos lados.
Volvió la cabeza y cruzó una mirada con el aterrorizado conductor, que luchaba por frenar antes de que chocara con ella.
Iba a morir.
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