—¿Así… qué? —consiguió decir Sophie, cuando finalmente encontró su voz—. Estas diciendo que soy… ¿un alíen?
Sophie contuvo la respiración.
Fitz explotó en carcajadas.
Sophie se sonrojó, pero también se sintió aliviada. No quería ser un alíen.
—No —dijo Fitz, cuando logró controlarse—. Estoy diciendo que eres un elfo.
Un elfo.
La palabra permaneció en el aire entre ellos, como un objeto extraño que no pertenecía allí.
—Un elfo —repitió Sophie. Visiones de unos seres pequeños con mallas y orejas puntiagudas, revolotearon por su cerebro y no pudo evitar soltar una risilla.
—No me crees.
—¿De verdad esperas que lo haga?
—Supongo que no —Se pasó las manos por el cabello haciendo que se levantara en onduladas puntas, similar a una estrella de rock.
¿Era posible que alguien así de guapo pudiera estar loco?
—Te estoy diciendo la verdad, Sophie. No sé qué más decirte.
—Muy bien —convino. Si él se rehusaba a ser serio entonces ella también—. Bien. Soy un elfo. ¿Se supone que ayude a Frodo a destruir el anillo y salvar Tierra Media? ¿O tengo que ponerme a fabricar juguetes en el polo norte?
Fitz soltó un suspiro, pero una sonrisa se escondía en las comisuras de sus labios.
—¿Te ayudaría si te lo demuestro?
—Oh, claro. Esto va a ser bueno.
Sophie se cruzó de brazos mientras él sacaba una delgada varita plateada con complejas inscripciones en cada lado. En la punta un pequeño cristal redondo resplandecía bajo la luz del sol.
—¿Es tu varita mágica? —No pudo evitar preguntarle.
Fitz puso los ojos en blanco.
—En realidad es un buscador de caminos —Hizo girar el cristal y lo aseguró con el cerrojo plateado en la parte superior de la varita—. Ahora, esto puede ser peligroso. ¿Me prometes que harás exactamente lo que yo te diga?
La sonrisa de Sophie se desvaneció.
—Depende. ¿Qué tengo que hacer?
—Tienes que cogerme de la mano y concentrarte en resistir. Y, por resistir, me refiero a que no puedes pensar en ninguna otra cosa, sin importar lo que pase. ¿Puedes hacerlo?
—¿Por qué?
—¿Quieres una prueba o no?
Quiso decirle que no, en realidad él no podía demostrar nada. ¿Qué iba a hacer?, ¿Llevársela a una tierra mágica de elfos?
Pero tenía curiosidad…
Y, en realidad, ¿qué daño podía hacer tomar la mano de alguien?
Sophie esperaba que no le sudaran las manos mientras entrelazaban los dedos. Su corazón volvió a dar ese estúpido salto otra vez, y su mano cosquilleó por todas partes donde su piel la tocaba.
Fitz miró sobre su hombro revisando el parqueadero.
—De acuerdo, estamos solos. A las tres. ¿Estás lista?
—¿Qué pasa a las tres?
Fitz le lanzó una mirada de advertencia y ella frunció el ceño, sin embargo, se mordió la lengua y se concentró en cogerle la mano ignorando su corazón acelerado. En serio, ¿desde cuándo se había convertido en una esas chicas tontas?
—Uno —Fitz empezó a contar, levantando la varita. La luz del sol golpeó una cara del cristal y un brillante rayo se refractó hacia el suelo.
—Dos —Le apretó la mano. Sophie cerró los ojos—. Tres.
Fitz la jaló hacia delante, y el cálido cosquilleo de su mano se extendió por todo su cuerpo, como un millón de plumas moviéndose bajo su piel, haciéndole cosquillas de adentro hacia fuera. Contuvo una risilla y se concentró en Fitz, pero ¿en dónde estaba? Sabía que estaba aferrándose a él, pero sentía como si su propio cuerpo se hubiese derretido en una sustancia viscosa y lo único que le impedía desvanecerse era un manto caliente que le envolvía el cuerpo. Entonces, más rápido que un parpadeo, el calor desapareció y sus ojos se abrieron.
Abrió la boca con sorpresa mientras intentaba ver todo. Puede que incluso haya chillado.
Ilustración hecha por Felia Hanakata |
Lugares así de bellos no podían existir, y mucho menos aparecer de la nada.
—Ya puedes soltar mi mano.
Sophie pegó un brinco. Había olvidado a Fitz.
Le soltó la mano y cuando la sangre le cosquilleó en las puntas de los dedos, se dio cuenta de lo fuerte que había estado apretándolo. Miró a su alrededor, incapaz de entender nada de lo que estaba viendo. Las torres de los castillos se retorcían como caramelos hilados, y había algo extrañamente familiar sobre ellas, pero no podía descubrir qué era.
—¿Dónde estamos?
—En nuestra capital. La llamamos Eternalia, pero es probable que la conozcas por el nombre de Shangri—La.
—Shangri—La —repitió, negando con la cabeza—. ¿Shangri—La es real?
—Todas las Ciudades Perdidas son reales. Pero estoy seguro que no son cómo te lo imaginas. Las historias humanas casi nunca aciertan en nada. Piensa en todas las ridiculeces que has oído sobre los elfos.
No le quedó más remedio que echarse a reír, y el agudo sonido de la risotada resonó en los árboles. Aquel lugar era tan silencioso, solo se escuchaba la ligera brisa que le acariciaba el rostro y el suave murmullo del río. Sin coches, ni conversaciones, sin el martilleo de los pensamientos. Podría acostumbrarse muy rápidamente al silencio. Pero también se sentía extraña. Como si faltara algo.
—¿Dónde están los demás? —preguntó, poniéndose de puntillas para poder ver mejor la ciudad. En las calles no había un alma.
Fitz señaló hacia un edificio abovedado que sobrepasaba al resto. Las piedras verdes de sus paredes parecían enormes esmeraldas, pero, por alguna razón, el edificio resplandecía menos que los demás. Parecía un lugar serio para cosas serias.
—¿Ves el estandarte azul que está ondulando? Eso significa que hay un tribunal en proceso. Todos lo están viendo.
—¿Un tribunal?
—Es cuando el Consejo, que es básicamente nuestra realeza, convoca una audiencia para decidir si alguien rompió la ley. Cuando pasa, es una cosa importante.
—¿Por qué?
Fitz se encogió de hombros.
—No se suelen infringir las leyes.
Bueno, eso era diferente. Los humanos las infringían todo el tiempo.
Sophie negó con la cabeza. ¿De verdad estaba pensando en los humanos como en los «otros»?
¿Pero de que otra forma podía explicar dónde se hallaba?
Intentó que su cerebro se hiciera a la idea, y trató de forzarlo para que tuviera sentido.
—Así que… —dijo Sophie, avergonzándose por su siguiente pregunta ridícula—. ¿Esto es... magia?
Fitz se rió tan fuerte que se dobló de risa, como si fuera lo más divertido que hubiera escuchado nunca.
Sophie lo fulminó con la mirada. No podía ser tan divertido.
—No —respondió, cuando logró controlarse—. La magia es una estúpida idea que se les ocurrió a los humanos para intentar justificar cosas que no pueden entender.
—De acuerdo —dijo Sophie, intentando aferrarse a los últimos hilos de su cordura—. Entonces, ¿cómo estamos aquí, si hace cinco minutos estábamos en San Diego?
Fitz levantó el buscador de caminos hacia el sol, y este lanzó un rayo de luz hacia su mano.
—Por el salto de luz. Cogimos un haz de luz que se dirigía hacia aquí.
—Eso es imposible.
—¿Segura?
—Sí. Se necesita una energía infinita para viajar en la luz. ¿No has oído sobre la teoría de la relatividad?
Pensó que lo dejaría mudo con eso, pero él solo se echó a reír otra vez.
—Es la tontería más grande que he oído nunca. ¿Quién dijo eso?
—Ah. Albert Einstein.
—¿Eh? Nunca escuché sobre él. Pero se equivoca.
¿Qué no había oído sobre Albert Einstein? ¿La teoría de la relatividad una tontería?
Sophie no tenía claro cómo refutarle. Parecía tan absurdamente seguro de sí mismo que era desconcertante.
—Concéntrate mejor esta vez —dijo, mientras la cogía otra vez de la mano.
Sophie cerró los ojos y esperó la cálida sensación de las plumas. Pero esta vez fue como si alguien hubiera encendido el secador de pelo y hubiese esparcido las plumas en mil direcciones, hasta que otra fuerza se envolvió alrededor de ella y juntó todo como una enorme banda elástica. Un segundo después, tembló al sentir una fría brisa marina que le arremolinaba el pelo alrededor de la cara.
Fitz señaló el enorme castillo que tenían delante, que resplandecía como si sus piedras se hubiesen tallado de la luz de la luna.
—¿Cómo crees que hemos llegado aquí?
Las palabras le fallaron. De verdad había sentido como si la luz la traspasara, jalándola con ella. Pero no pudo decirlo, porque, si eso era verdad, todos los libros de ciencia que había leído estaban equivocados.
—Te ves confundida —observó Fitz.
—Bueno, es como si me dijeses: «Ey, Sophie, toma todo lo que has aprendido y deshazte de ello».
—En realidad, eso es lo que te estoy diciendo. —Le dio una breve sonrisa engreída—. Los humanos hacen lo que pueden, pero sus mentes ni siquiera pueden empezar a comprender la complejidad de la realidad.
—¿Y qué, las mentes de los elfos son mejores?
—Por supuesto. ¿Por qué crees que estás tan adelantada en tu clase? Hasta el elfo más lento puede sobrepasar a un ser humano, incluso uno que no haya recibido la educación adecuada.
Se le hundieron los hombros cuando entendió las palabras de Fitz. Si él tenía razón, ella solo era una niña tonta que no sabía nada de nada.
No. Una niña no.
Un elfo.
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