El paisaje se volvió borroso, pero Sophie no pudo saber si era por las lágrimas o por el pánico. Todo lo que sabía estaba mal. Su vida entera era una mentira.
Fitz le dio un codazo en el brazo.
—Ey. No es tú culpa. Creíste lo que te enseñaron, estoy seguro de que yo habría hecho lo mismo. Pero es tiempo de que sepas la verdad. Así es como realmente funciona el mundo. No es magia. Es lo que es.
Las campanas del castillo repicaron y Fitz la jaló ocultándola detrás de una enorme roca mientras la entrada se abría.
Dos elfos vestidos con túnicas negras bajo sus largas capas aterciopeladas que les llegaban hasta el suelo salieron de ella, seguidos por docenas de criaturas extrañas que marchaban en formación militar por el camino de gravilla. Medían, como mínimo, dos metros trece y vestían únicamente pantalones negros, dejando sus prominentes músculos al descubierto. Con sus narices chatas y gruesa piel gris, que caía en pliegues, parecían mitad alienígenas, mitad armadillos.
—Duendes —susurró Fitz—. Probablemente, las criaturas más peligrosas que puedas conocer, por eso es bueno que hayan firmado el tratado de paz.
—Entonces, ¿por qué nos escondemos? —susurró, detestando el temblor de su voz.
—Estamos vestidos como humanos. Los humanos están prohibidos en las Ciudades Perdidas, sobre todo aquí, en Lumenaria. Lumenaria es donde convergen todos los demás mundos: gnomos, enanos, ogros, duendes, trols.
Sophie estaba demasiado abrumada como para pensar en las demás criaturas que mencionó, así que se centró en una pregunta mejor:
—¿Por qué están prohibidos los humanos?
Fitz le hizo un gesto para que lo siguiera hasta una roca más alejada y se acuclilló tras ella.
—Nos traicionaron. Los Antiguos Consejeros les ofrecieron el mismo tratado que hicieron con todas las criaturas inteligentes, y ellos accedieron. Entonces, decidieron que querían gobernar el mundo, como si funcionara de esa manera, y empezaron a planear una guerra. Los Antiguos no querían violencia, así que desaparecieron, prohibieron cualquier contacto con los humanos, y los dejaron a su suerte. Ya ves lo bien que les funcionó.
Sophie abrió la boca para defender su raza, pero podía ver el punto de Fitz. Guerra, crímenes, hambre: los humanos tenían muchos problemas.
Además, si todo lo que estaba diciendo era verdad, los humanos no eran su raza. Aquella comprensión la heló más que el viento glacial que le lamía las mejillas.
—Las historias contadas por los humanos que nos conocían debieron sonar absurdas luego de nuestra desaparición, y eventualmente se desarrollaron en los locos mitos que has escuchado; pero esta es la verdad, Sophie. —Fitz señaló el paisaje que los rodeaba—. Esto es lo que tú eres. Aquí es donde perteneces.
«Donde perteneces».
Había esperado toda su vida para oír esas dos sencillas palabras.
—¿De verdad soy un elfo? —susurró.
—Sí.
Sophie miró con disimulo entre las rocas hacia el castillo resplandeciente, un lugar que, en teoría, no debía existir, pero que, de alguna forma estaba justo frente a ella. Todo lo que Fitz estaba diciendo era una locura. Pero sabía que era verdad, podía sentirlo. Como si una pieza crucial de su identidad hubiese encajado.
—Muy bien —decidió. Su cabeza le daba vueltas en mil direcciones—. Te creo.
Se oyó un fuerte sonido metálico cuando se cerró otra puerta. Fitz salió de entre las sombras y extrajo una varita diferente —no el buscador de caminos—, lisa y negra, con un cristal de color azul cobalto.
—¿Preparada para ir a casa?
Casa.
La palabra la trajo de nuevo a la realidad. El señor Sweeney debió llamar a su madre cuando no subió al autobús. Tenía que llegar a su casa antes de que a su madre le diera un ataque.
Se le encogió un poco el corazón.
La realidad parecía tan aburrida y tediosa luego de todo lo que había visto. Aun así, lo cogió de la mano y echó un último vistazo a la increíble vista antes de que los barriera la luz cegadora.
Después de haber respirado el aire fresco y limpio de Lumenaria, el cielo lleno de humo y ceniza hizo que sus pulmones picaran. Sophie miró alrededor, sorprendiéndose al reconocer las sencillas casas cuadrangulares, de la estrecha calle surcada de árboles. Estaban a un bloque de su casa. Decidió no preguntarle cómo sabía dónde vivía.
Fitz tosió y miró hacia el cielo.
—Uno creería que los humanos podrían apagar algunos incendios antes de que el humo contamine todo el planeta.
—Están en ello —respondió Sophie, sintiendo una extraña necesidad de defender su hogar—. Además, estos no son fuegos normales. El pirómano usó algún tipo de químico cuando los inició, por lo que las llamas son de color blanco y el humo huele dulce.
Normalmente, los incendios hacían que la ciudad oliera a barbacoa. En esta ocasión, las calles olían más a algo como algodón de azúcar derretido, lo que en realidad era genial sino fuera porque le escocían los ojos y llovía ceniza.
—Pirómanos. —Fitz sacudió la cabeza—. ¿Por qué alguien querría ver el mundo arder?
—No lo sé —admitió. Se había hecho la misma pregunta antes, y no estaba segura de que existiera una respuesta.
Fitz sacó el plateado buscador de caminos de su bolsillo.
—¿Te vas? —le preguntó Sophie, con la esperanza de que no hubiera notado el sobresalto en su voz.
—Tengo que descubrir qué quiere hacer mi papá ahora, si es que lo sabe. Ninguno de los dos creímos que tú fueses a ser la chica.
La chica. Como si fuese alguien importante.
Si pudiera escuchar sus pensamientos, sabría lo que quería decir. Pero su mente aún era un silencio misterioso, y seguía sin saber por qué.
—No va a estar contento cuando se entere de que te llevé a nuestras ciudades —añadió—, aun cuando tuve cuidado de que nadie nos viera. Así que, por favor no le digas a nadie lo que te mostré hoy.
—No lo haré. Te lo prometo. —Le sostuvo la mirada para que supiera que hablaba en serio.
Fitz soltó el aire que había estado conteniendo.
—Gracias. Y asegúrate de actuar con normalidad para que tu familia no sospeche nada.
Sophie asintió, pero tenía que hacerle una pregunta antes de que se marchara.
—¿Fitz? —Enderezó los hombros para reunir el coraje— ¿Por qué no puedo oír tus pensamientos?
La pregunta le sobrevino a Fitz como un golpe y le hizo retroceder un paso.
—Aún no puedo creer que seas una telépata.
—¿No son telépatas todos los elfos?
—No. Es una habilidad especial. Una de las más raras. Y solo tienes doce años, ¿no?
—En seis meses tendré trece —le corrigió. No le gustaba la forma en que había dicho «solo».
—Eso es muy joven. A mí me dijeron que era el elfo más joven que se había manifestado, y no empecé a leer mentes hasta los trece.
Sophie frunció el ceño.
—Pero... llevo oyendo los pensamientos desde que tenía cinco años.
—¡¿Cinco?! —Lo dijo tan fuerte que su voz vibró en las casas, y los dos volvieron la cabeza para examinar la calle y comprobar si había alguien cerca.
—¿Estás segura? —susurró.
—Positivo.
Despertarse en un hospital luego de golpearse la cabeza no era la clase de momento que podía olvidar. Estaba enganchada a todo tipo de máquinas locas, con sus padres cerniéndose sobre ella, gritándose cosas que apenas podía distinguir de entre las voces que llenaban su cerebro. Lo único que podía hacer era llorar y sujetarse la cabeza e intentar explicar lo que le pasaba a un grupo de adultos que no entendía, que nunca entendería. Nadie pudo hacer que ese ruido se fuera y las voces la habían perseguido desde entonces.
—¿Eso es malo? —preguntó. No le gustaba la arruga de preocupación que se dibujó entre las cejas de Fitz.
—No tengo ni idea. —Fitz entrecerró los ojos, como si estuviera intentando ver dentro de su cabeza.
—¿Qué haces?
—¿Me estás bloqueando? —le preguntó Fitz, ignorando su pregunta.
—Ni siquiera sé lo que significa —Se alejó un paso, deseando que la distancia extra le impidiera leer sus pensamientos privados.
—Es una manera de mantener fuera a los telépatas. Es algo como levantar una pared alrededor de tu mente.
—¿Es por eso que no te puedo oír?
—Quizás. ¿Puedes decirme qué estoy pensando justo ahora?
—Te lo dije; no escucho tus pensamientos como lo hago con otras personas.
—Eso es porque los humanos tienen una mente débil, pero eso no es lo que quise decir. ¿Si escuchas puedes oírme?
—No... no lo sé. Nunca antes he intentado leer la mente.
—Solo tienes que creer en tus instintos. Concéntrate. Sabrás que hacer. Inténtalo.
Odiaba que le dieran órdenes, especialmente cuando no respondían sus preguntas. Por otra parte, lo que él quería que hiciera podía ser la única forma de descubrir porqué parecía tan preocupado; solo tenía que descubrir lo que quería decir con «escuchar».
No tenía que decirles a sus oídos que escucharan, ellos simplemente lo hacían. Pero escuchar era una acción. Tenía que concentrarse. Quizá la lectura de mentes funcionaba de la misma manera, como un sentido más.
Se concentró en su frente e imaginó que estaba estirando su conciencia como una sombra mental, buscando sus pensamientos. Un segundo después, la voz de Fitz fluyó dentro de su cabeza. No era cortante ni ruidosa como los pensamientos humanos, sino más bien era como un suave susurro que le acariciaba el cerebro.
—¿Nunca has sentido una mente tan silenciosa como la mía? —espetó Sophie.
—¿Me escuchaste? —Fitz palideció.
—¿Se supone que no debía?
—Nadie más puede hacerlo.
Sophie necesitó unos segundos para procesar eso.
—¿Y tú no puedes leer mi mente?
Fitz negó con la cabeza.
—Ni siquiera cuando lo intento con todas mis fuerzas.
Todo un mundo nuevo de preocupaciones cayó sobre sus hombros. No quería ser diferente al resto de los elfos.
—¿Por qué?
—No tengo idea. Pero, cuando lo sumas al color de tus ojos y al lugar donde vives… —Se interrumpió, como si tuviera miedo de haber dicho demasiado, y cuadró torpemente el cristal de su buscador de caminos—. Necesito preguntárselo a mi papá.
—Espera. No puedes irte ahora. —No cuando tenía más preguntas que respuestas.
—Tengo que. Ya he estado fuera demasiado tiempo, y tú necesitas llegar a casa.
Sophie sabía que tenía razón. No quería meterse en problemas, aun así, sus rodillas temblaron cuando él sostuvo el cristal hacia la luz del sol. Fitz era su única conexión con el maravilloso mundo que había visto, la única prueba de que no había imaginado todo.
—¿Te veré otra vez? —susurró.
—Claro que sí. Volveré mañana.
—¿Cómo te encontraré?
Fitz le mostró una pequeña sonrisa.
—No te preocupes. Yo te encontraré.
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