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La guardiana de las ciudades perdidas capítulo 5

Ilustración del mapa por Francesca Baerald

Publicado el 17 de enero del 2024

Capítulo cinco


—¡Ahí estás! —le gritó su madre. Sus aterrorizados pensamientos se abrieron paso hasta el cerebro de Sophie mientras entraba en el desordenado salón, y encontraba a su madre hablando por teléfono—, Sí, acaba de llegar—dijo por el receptor—. No te preocupes, tendré una larga conversación con ella.

A Sophie le saltó el corazón.

Su madre colgó el teléfono y se giró. Sus grandes ojos verdes la fulminaron como dagas.

—Era el señor Sweeney; llamó porque no podían encontrarte en el museo. ¿En qué estabas pensando al marcharte de esa manera, y sobre todo ahora, cuando los incendios tienen a todos nerviosos? ¿Tienes idea de lo preocupada que estaba? ¡Y el señor Sweeney estaba a punto de llamar a la policía!

—Lo... lo siento —tartamudeó Sophie, esforzándose por encontrar una mentira convincente. Era una mala mentirosa—. Me asusté.

El enfado de su madre se convirtió en preocupación y empezó a jalar nerviosamente sus rizos castaños.

—¿Asustada de qué? ¿Sucedió algo?

—Vi a este chico —dijo Sophie, dándose cuenta de que las mejores mentiras estaban basadas en la verdad—, estaba leyendo el artículo sobre mí. Comenzó a hacerme un montón de preguntas y me estaba poniendo nerviosa, así que me alejé corriendo. Y luego tuve miedo de volver, así que caminé hasta el tranvía y cogí el tren hacia casa.

—¿Por qué no pediste ayuda a un profesor o a un vigilante del museo? ¿O por qué no llamaste a la policía?

—Supongo que no pensé en ello. Solo quería escapar. —Se tiró de una pestaña.

—¡Agh!, deja de hacer eso —la regañó su madre, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza. Respiró profundamente—. Bueno, supongo que lo importante es que estás bien. Pero, si algo así vuelve a pasar quiero que acudas directamente a un adulto, ¿entendiste?

Sophie asintió.

—Bien. —Se frotó la arruga entre las cejas, la misma que aparecía cuando estaba estresada—. Es precisamente por eso que tu padre y yo estábamos tan molestos sobre el artículo. No es seguro sobresalir en este mundo. Nunca sabes lo que puede intentar a hacer un bicho raro una vez saben dónde encontrarte.

Nadie entendía mejor que Sophie el peligro de sobresalir.

Se habían burlado de ella, y la habían atormentado e intimidado toda su vida.

—Estoy bien, mamá. ¿De acuerdo?

Su madre pareció desanimarse mientras soltaba un profundo suspiro.

—Lo sé. Es solo que desearía...

Su voz se apagó y Sophie cerró los ojos, deseando poder bloquear el resto del pensamiento.

«Que fueses normal, como tu hermana».

Las palabras clavaron un pequeño alfiler en su corazón. Era la parte más dura de ser telépata: oír lo que sus padres realmente pensaban. Sabía que su mamá no lo decía en serio. Pero eso no hacía que fuera menos doloroso escucharlo.

Su madre la envolvió en un fuerte abrazo.

—Solo ten cuidado, Sophie. No sé qué haría si te pasara algo.

—Lo sé, mamá. Lo intentaré.

Su padre atravesó la puerta de entrada y su madre la soltó.

—¡Bienvenido a casa, cariño! En diez minutos tengo la cena lista —le anunció, antes de a dir en voz alta para que su hermana la oyera desde el piso de arriba—. ¡Amy! ¡Baja ya!

Siguió a su madre hasta la cocina, sintiendo un nudo ansioso en el estómago. El roído linóleo, las paredes tono pastel, las chucherías en mal estado... Todo parecía tan ordinario después de las refulgentes ciudades que le había mostrado Fitz. ¿En verdad podía pertenecer a ese lugar?

¿En verdad pertenecía a aquí?

Su padre la besó en la mejilla mientras dejaba el desgastado maletín encima de la mesa de la cocina.

—¿Y cómo está mi Soybean? —preguntó guiñándole un ojo.

Sophie frunció el ceño. Su padre la llamaba así desde que era un bebé —al parecer, de pequeña le costaba pronunciar bien su nombre— y ella le había pedido cientos de veces —no, miles— que dejara de llamarla así. Él no le hacía caso.

Su madre destapó una de las ollas hirviendo a fuego lento y el olor a ajo y crema de leche llenó la habitación. Le alcanzó los cubiertos.

—Es tu turno de poner la mesa.

—Sí, Soybean. A trabajar —dijo su hermana, mientras se metía en la cocina y se dejaba caer en su silla habitual.

A sus nueve años, Amy ya tenía dominado el título de hermana pequeña fastidiosa.

Amy era su opuesto en todos los sentidos. Desde su rizado pelo castaño y ojos verdes hasta sus bajas notas e increíble popularidad. Nadie entendía cómo ellas podían ser hermanas, en especial Sophie. Incluso sus padres se lo preguntaban en sus pensamientos.

Se le resbalaron los cubiertos de los dedos.

—¿Qué sucede? —le preguntó su madre.

—Nada. —Se hundió en la silla.

¿Cómo podían ser hermanas? Amy definitivamente era humana, y sus padres también; había oído suficientes pensamientos suyos como para saber que no escondían ningún poder oculto. Y, si ella era un elfo...

Las paredes empezaron a girar y tuvo que esconder la cabeza entre las manos. Intentó concentrarse en respirar: inhalar, exhalar y vuelve a empezar.

—¿Estás bien, Soybean? —le preguntó su padre.

Por primera vez, no le importó el apodo.

—Estoy un poco mareada. Debe de ser por el humo —añadió, intentando no levantar sospechas—. ¿Puedo ir a acostarme?

—Creo que deberías comer algo primero —dijo su madre, y supo que no podría argumentar. No podía saltarse la cena si quería actuar de un modo normal, sobre todo en la noche del fettuccini. Era su plato favorito, pero la salsa no le ayudaba con sus repentinas náuseas. Tampoco ayudaba la forma en que su familia la estaba mirando.

Ignoró sus preocupaciones mentales; intentando no tirarse de las pestañas mientras masticaba cada bocado y se forzaba a tragar. Por fin, su padre dejó el tenedor en el plato, el final oficial de las cenas en casa de los Foster. Se colocó de pie con un salto.

—Gracias, mamá, estaba deliciosa. Voy a hacer algo de tarea —Salió de la cocina y subió corriendo las escaleras antes de que pudieran decir algo para detenerla.

Se precipitó hacia su habitación, cerró la puerta y se tambaleó hacia la cama. Un fuerte siseo quebró el silencio.

—Lo siento, Marty —susurró, mientras su corazón retumbaba en sus oídos.

Su esponjoso gato gris la fulminó con la mirada por sentarse encima de su cola. Le acercó la mano y él se pavoneó hacia ella, sentándose en su regazo. El suave ronroneo de Marty llenó el silencio y le brindó el coraje suficiente para enfrentar la comprensión que había tenido abajo.

Su familia no podía ser su familia.

Respiró profundo y dejó que la realidad la penetrara.

Lo raro era que, de alguna forma tenía sentido. Eso explicaba por qué siempre se sentía tan fuera de lugar con ellos, por qué era la rubia delgada en una familia de morenos regordetes. Pero seguían siendo la única familia que conocía.

Y, si ellos no eran su familia... ¿quiénes lo eran?

El pánico le apretó el pecho y sus pulmones gritaron en busca de aire. Pero otro dolor latía en lo más profundo, como si algo dentro de ella se estuviera desgarrando.

Los ojos le ardieron por las lágrimas, pero pestañeó para contenerlas. Tenía que haber una equivocación. ¿Cómo podría no estar relacionada con su familia? Llevaba siete años oyendo sus pensamientos, ¿cómo podía no saberlo? Aun si de alguna manera era posible que no estuviera emparentada con ellos las cosas no cambiaban, ¿verdad? Muchos niños eran adoptados y formaban parte de la nueva familia.

Su madre asomó la cabeza por la puerta.

—Te traje unas E. L. Fudges. —Le tendió un plato lleno de sus galletas favoritas junto con un vaso de leche. Luego frunció el ceño—. Estás pálida, Sophie. ¿Te estás enfermando? —Le puso la mano en la frente—. No tienes fiebre.

—Estoy bien. Solo un poco... cansada. —Se estiró para coger una galleta, pero se quedó inmóvil cuando notó la pequeña carita de elfo—. Necesito descansar.

Su madre la dejó sola para que pudiera cambiarse. Se preparó con torpeza para meterse en la cama y se arrastró bajo las mantas, envolviéndose tan fuerte como era posible. Marty se acomodó encima de la almohada, junto a su cabeza.

—Dulces sueños, Soybean —le dijo su padre, besándola en la frente. Sus padres tenían la costumbre de taparla, otra tradición familiar de los Foster.

—Buenas noches, papá. —Intentó sonreír, pero apenas podía respirar.

Su madre la besó en la mejilla.

—¿Tienes a Ella?

Le enseñó el elefante azul, que tenía escondido debajo del brazo. A lo mejor era demasiado grande para tener un peluche, pero no podía dormir sin Ella. Y esa noche la necesitaba más que nunca.

Su madre apagó la luz y la oscuridad le brindó el coraje que necesitaba.

—Mmm, ¿puedo preguntarles algo?

—Claro —respondió su padre—¿Qué pasa?

Abrazó a Ella con más fuerza.

—¿Soy adoptada?

Su madre se echó a reír mientras su mente viajaba hacia el recuerdo de las dolorosas doce horas de parto.

—No, Sophie. ¿Por qué preguntas eso?

—¿Pudieron haberme cambiado cuando nací?

—¡No, por supuesto que no!

—¿Estás segura?

—Sí. Creo que reconocería a mi propia hija —No había ni un atisbo de duda en la mente de su madre—. ¿A qué viene todo esto?

—Nada. Solo me lo estaba preguntando.

Su padre se echó a reír.

—Lo siento, Soybean. Somos tus padres, te guste o no.

—Está bien —admitió.

Pero ya no estaba tan convencida.

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