El lugar estaba tal y como lo recordaban del pasado agosto: encimeras de mármol blanco, altos armarios blancos con brillantes manijas plateadas, una isla en el centro de todo, y sobre ella un estante que colgaba del techo con cacerolas negras y plateadas que pendían como adornos de navidad.
Ilustración por Brooke Boynton Hughes |
—Nuestra cocina —suspiró Delia, recogiendo un trapo de cocina blanco y doblándolo cuidadosamente en un perfecto rectángulo.
—Aquí esperándonos —coincidió Willow, pasando sus dedos sobre el frío mármol, haciendo rodar accidentalmente por el mesón un rodillo. Delia lo atrapó antes de que cayera al suelo.
De pronto la pesada puerta de madera del comedor se abrió. El señor Henry, el dueño de Pinos susurrantes, entró, hablando con alguien que Willow no reconoció. Cuando vio a las chicas allí paradas, las mejillas del señor Henry se pusieron de un tono más rosa al usual. Se aclaró la garganta.
—Delia Dees, Willow Sweeney —comenzó—, me gustaría presentarles a la señorita Catherine Sutherland. Cat es la primera chef de Pinos susurrantes, vino a nosotros desde Tupelo, Mississippi, en donde dirigía un próspero restaurante y negocio de banquetes. Ahora, para nuestra suerte, tenemos el placer de experimentar su comida aquí.
Como el helado tocando un diente sensible, las palabras del señor Henry las sacudieron. ¿Cat era administradora de banquetes? ¿Y ahora Pinos susurrantes tenía un chef a tiempo completo, es decir, un chef que dirigía la cocina?
¿Esta cocina?
—Delia y Willow han sido las cocineras de aquí en los veranos pasados —dijo el señor Henry sonriendo—. En aquellos días me ayudaron a voltear muchos panqueques, y el techo puede probarlo.
Ambas chicas miraron automáticamente hacia arriba, como si uno de los panqueques que voltearon el pasado agosto aun estuviera pegado allí, y estuviera listo para caerles en la cabeza.
—¿No es eso precioso? —dijo Cat, su acento era tan marcado que sonó más a precio-ssssso—. Ambas son verdaderos chefs en progreso.
Las palabras de Cat eran tan dulces como el azúcar, pero Willow creyó que su rostro se pareció más a una mueca como si hubiera probado algo ácido.
—¿Por qué no nos ayudan con la limonada, señoritas? —preguntó el señor Henry—. Les llevaremos esto a los invitados, si a ustedes no les molesta llevar dos jarras.
El señor Henry y Cat recogieron cuidadosamente dos bandejas cargadas con vasos llenos de hielo, luego las llevaron afuera mientras Delia y Willow examinaban la limonada.
Pedazos de pulpa de limón se habían asentado en el fondo, y rodajas de limón perfectamente cortadas flotaban encima. Parecía recién exprimido, y no como una mezcla en polvo.
—¿Pero sabe bien? —preguntó Delia, sirviéndose en una pequeña copa.
—A la tía Rosie le gusta la de ella super dulce —le recordó Willow.
Delia tomó un sorbo.
—Está decente —admitió, chasqueando los labios—, pero puede necesitar más azúcar.
—Lo sabía —dijo Willow, dando un pequeño brinco—. A nadie le gusta tanto el dulce como a la tía Rosie. Tenemos que arreglarla.
Willow se acercó a la fina de contenedores blancos que estaban alineados sobre el mostrador más lejano, y abrió cada tapa, buscando el azúcar. Pero justo cuando estaba por verter un puñado de la sustancia blanca en las jarras, Delia la detuvo.
—¿En qué estás pensando? —jadeó Delia—. No puedes simplemente verter las cosas así. Somos chefs, Willow. ¡Los chefs miden!
Willow puso los ojos en blanco, queriendo recordarle a su prima que los chefs también experimentaban.
—Bien, pero apresúrate y encuentra una taza medidora. ¡Tenemos que arreglar esto antes de que Cat vuelva! No podemos permitir que se meta en nuestro camino respecto a la tía Rosie —Y agitando una cuchara de palo en el aire, añadió—. Tenemos que mostrarles a todos quien, en esta cocina, tiene el verdadero talento.
Delia abrió los cajones hasta que encontró una brillante taza medidora plateada. Luego midió dos cucharadas exactas de cristales blancos de la lata que Willow sostenía, vertiéndolas en la primera jarra. Sacó dos más, observándolas con cuidado, y las vertió en la segunda jarra.
Luego de que Willow revolvió rápidamente cada una de las jarras, las primas salieron al pórtico y caminaron alrededor de la casa. El abuelo y la abuela estaban sentados en sus habituales sillas de mimbre blanco, cerca de la enorme puerta trasera, así que Willow llenó sus vasos primero. Delia llevó su jarra hacia la tía Rosie, que estaba sentada con Jonathan y Dulce William. Bernice estaba tumbada a sus pies.
El señor Henry estaba parado cerca del abuelo, hablando elogiosamente sobre Cat y el restaurante que había manejado en Mississippi antes de mudarse a Saugatuck el otoño pasado. Les contó sobre sus bizcochos de arándanos y sus crepes de limón, sobre sus tartas de durazno y su helado de menta. El papá de Delia, el tío Delvan, le explicaba a Cat que su familia también era de Mississippi, y como su abuelo había mudado a la familia devuelta al norte de Michigan en la época de 1920.
—Vino a Detroit para trabajar en la industria automotriz. Parte de lo que ahora llaman la gran migración negra —dijo el tío Delvan—. Soy la tercera generación que trabaja en General Motors… Al menos lo era hasta que me despidieron.
Una vez que Willow y Delia hicieron su visita por todos los miembros de las familias Bumpus y Baxter, el abuelo se colocó de pie y levantó su vaso.
—¿Cómo se llama las flores que crecen en nuestras caras? —comenzó el abuelo, que nunca se quedaba sin chistes florales—. ¡Beso de novia! ¡Así que junten sus labios y hagan algo de ruido para la feliz pareja!
Todo el pórtico estalló en chiflidos y aclamaciones, y Jonathan le dio a la tía Rosie un tímido beso.
—Primero, un brindis por nuestra única y singular, Rosa Bumpus, y por el hombre que finalmente ganó su corazón, ¡Jonathan Baxter! ¡Pero también, levantemos nuestros vasos por Cat Sutherland y las dulces sorpresas que provendrán de la cocina esta semana!
Y antes de que Willow y Delia siquiera se llevaran sus vasos hasta sus labios, la primera sorpresa las golpeó.
Era un sonido muy particular, y en el momento en que Willow lo escuchó, supo que era: Dulce William escupiendo limonada por su boca como si estuviera apagando un incendio.
—¡Will-OOOOW! —gritó Violet, haciendo ese familiar sonido de nausea. Darlene, quien estaba acurrucada en la mecedora junto a Violet, tosió y se agarró la garganta.
—¿Crees que las niñas tuvieron algo que ver con esto? —le preguntó la tía Deenie a la mamá de Willow. Ambas estiraron sus cuellos y buscaron a su alrededor a Delia y Willow, mientras sostenían sus vasos tan lejos de su boca como era posible.
Willow vio a su papá probar tímidamente la limonada, su rostro se contrajo como una ciruela seca.
—Sí —dijo, tosiendo—, es muy probable que lo hicieran.
Delia miró a Willow y levantó una ceja con preocupación. Willow se encogió de hombros. ¿Qué estaba sucediendo? Ambas se dirigieron silenciosamente hacia la esquina de la casa y volvieron de nuevo a la cocina.
Dirigiéndose al mesón más lejano, Willow estudio las tres latas blancas. Se veían iguales, excepto que la tapa de la del medio estaba torcida, como la gorra de un marinero. Una capa de cristales blancos había dejado un rastro desde la base de la lata hasta donde habían estado las jarras.
—Creí que medimos la cantidad correcta —comenzó Delia.
Willow pasó el dedo sobre los cristales, y luego los probó.
—Quizás la cantidad correcta para el azúcar —gimió Willow—, pero, Delia, ¡añadimos sal!
De repente Willow escuchó pasos en el pórtico. Luego la enorme figura de Cat Sutherland llenó el espacio de la puerta mosquitera. ¡Pum! Cat entró en la cocina a grandes zancadas, apuntando un dedo hacia ellas.
—¿Qué, por todos los cielos, están tramando ustedes dos, mocosas? —resopló, marchando hasta donde ellas estaban paradas—. ¿Están intentando hacerme quedar mal frente a Rosie y los demás?
Ilustración por Brooke Boynton Hughes |
Willow abrió la boca para hablar, pero descubrió que su voz se había escondido. Y Delia no estaba mejor, señalaba las latas y negaba con la cabeza como si fuera un mimo de circo.
Finalmente —¡por suerte!—, el señor Henry apareció junto a Cat y se aclaró la garganta.
—Creo que este es un maravilloso momento para que ustedes, señoritas, disfruten de la playa —sugirió, quitándose su sombrero de ala y volviéndoselo a colocar.
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