Estaba dirigiéndome por el camino de tierra, apresurándome para llegar a casa, cuando escuché el grito. Claramente provenía de un niño pequeño y era demasiado fuerte como para no oírlo y demasiado afligido como para ignorarlo. Suspirando, disminuí la velocidad e intenté localizar la fuente. Había pasado más tiempo en los bosques del que usualmente pasaba en mis expediciones de recolección de hierbas, y el sol ya estaba bajo en el horizonte. Pero ahora estaba lejos, a las afueras de la aldea, así que era poco probable que alguien más lo escuchara o interviniera.
Una voz enojada, seguida de otro grito me hizo rodear unos arbustos y me condujo a un área plana que bordeaba el riachuelo que fluía más allá de Kíngslee, nuestro pueblo. Un pequeño niño, a quien reconocí vagamente —no mayor de tres años—, estaba encogido de miedo en el suelo, lejos de un chico y una chica de mi misma edad. Antes que mi cerebro lo procesara, salté, colocándome en medio del niño y sus atacantes. Le lance una mirada dolida a la chica frente a mí.
—¿En serio, Alice?
—Teníamos que intervenir, Elena. Nos estaba poniendo en peligro a todos. Habrías hecho lo mismo.
Me volteé a mirar al niño que ahora se aferraba a mi pierna. No lucía peligroso. Las lágrimas corrían por sus mejillas, de las cuales una de ellas tenía la nítida marca roja de una mano. Me volví, fulminando con la mirada a los otros dos.
—No creo que en verdad lo hubiera hecho.
Alice hizo una mueca de nuevo.
—Bueno, quizás no eso. Tal vez, Samuel se dejó llevar un poco…
—No, no es así —Samuel entrecerró sus ojos en mí—. Ese niño necesita que le enseñen una lección, e incluso tu deberías saber eso, Elena. ¿No está la casa de tu familia justo más adelante, por el camino?
Me froté la cabeza. Estaba demasiado cansada para acertijos.
—¿De qué estás hablando, Samuel?
Él solo señaló la tierra rayada que estaba junto a todos nosotros. Sin poder contenerme miré a Alice.
Ella se inclinó ligeramente, señalando más de cerca. Con reticencia también me incliné, frunciendo el ceño ante lo que parecía ser una línea corta y curva, dibujada en el suelo que era más profunda que los otros surcos lodosos.
—¿Es… una línea? —Levanté al lloroso niño, que ahora estaba intentando trepar mi pierna, y lo acomodé en mi cadera—. Entonces estuvo dibujando en la tierra, ¿qué hay con eso?
—Sí, solo una línea. Gracias a nosotros —Samuel dio un paso adelante, su postura era agresiva, y retrocedí un paso, pero solo por el niño. No quería que él volviera a abofetearlo.
Pero Samuel ignoró al niño, señalando en cambio algo al otro lado de nosotros. Parecía haber sido empujado hacia un lado durante cualquier altercado que hubiera sucedido antes de mi llegada, dejándolo parcialmente oculto por un arbusto, pero media página aún era suficiente para ver qué era: una única hoja impresa de pergamino.
Jadeé y por instinto retrocedí de un salto, casi dejando caer al niño.
—¿Qué…?¿De dónde vino eso?
Samuel cruzó sus brazos frente a su pecho y me observó una vez más con los ojos entrecerrados.
—Y ahora lo ves. Hemos salvado a todos, y ese niño necesita que le enseñen una lección.
—Es solo un bebé —protesté, apretando mis brazos alrededor de él—. Aún no ha aprendido.
Pero podía sentir el temblor de mis extremidades mientras el miedo remanente quemaba mi cuerpo. ¿Qué tan cerca habíamos estado todos de morir? Restregué el suelo con mi pie, removiendo hasta el trazo más leve de lo que sea que hubiera estado marcado allí.
—¿Por qué no lo han quemado? —pregunté—, antes de que alguien más lo vea, como un guardia. Saben el castigo por poseer escritos, por no hablar del peligro…
Samuel negó con la cabeza.
—Lo quemaremos una vez que ese niño haya aprendido la lección.
Retrocedí de nuevo cuando él se inclinó hacia delante de manera amenazadora. Pero Alice colocó su mano en su brazo, frenándolo.
—Creo que ya lo asustaste lo suficiente, Samuel. Mira, aún está llorando. Elena tiene razón, deberíamos quemar el pergamino.
Por un momento Samuel y yo permanecimos inmóviles, mirándonos a los ojos, pero entonces Alice jaló su brazo de nuevo, y él suspiró, quitándosela de encima.
—De acuerdo.
Mientras Samuel sacaba la paja y el pedernal, intenté no mirar el pergamino, pero los firmes símbolos negros me llamaban, y no pude resistirme a robar algunos vistazos. Por supuesto, no podía leer lo que decían, ninguno de nosotros podía. Pero conocía lo suficiente para reconocer palabras cuando las veía. Sus vueltas, curvas y bordes rectos me fascinaban. ¿Qué misterios desbloquearían si tan solo pudiera descifrarlas? Si tan solo no hubiera nacido como Elena, de Kíngslee, hija de dos tenderos.
No obstante, cuando la primera llama brillante encendió el papel, quemando las letras prohibidas, salí de mi estupor. No cambiaría mi familia por nada. Ni siquiera por las maravillas de la palabra escrita y del poder mágico que podía desatar en aquellos con los linajes correctos.
—Bueno, ya está hecho —dijo Alice cuando el pergamino se había convertido totalmente en cenizas—. Deberíamos irnos —Miró sobre su hombro hacia el camino, con evidentes ansias de marcharse.
Pero la inquietud despertó en mí.
—Sin embargo, seguramente la verdadera pregunta es dónde lo consiguió —Miré al niño que se había acurrucado en mi hombro, sus lágrimas por fin estaban disminuyendo ante la cautivadora vista de las llamas—. ¿De dónde vino? Kíngslee no necesita esa clase de problemas —No cuando estábamos ubicados tan cerca de la capital, al alcance de todos los guardias del rey.
Samuel gruñó.
—¿No lo viste antes? Un par de carruajes lujosos pasaron rodando de camino a Corrin —Hizo un gesto hacia el camino que había más allá de mi casa, donde la capital se encontraba, fuera de nuestras vistas—. Se dignaron parar, e incluso los magos que venían dentro fueron a la tienda de tus padres. No cabe duda de que alguno de ellos dejó caer esa cosa, y este idiota la encontró.
Al escuchar su tono enojado, el niño comenzó a temblar, intentando esconderse en mí. Lo levanté un poco más sobre mi cadera y una vez más fulminé con la mirada a Samuel.
—No es su culpa, es demasiado joven para saberlo. No se supone que cosas como esa estén tiradas por ahí.
—Obviamente, es un niño inteligente —dijo Alice, observándolo con tristeza brillando en sus ojos—, para intentar copiar lo que vio.
—¿Inteligente? ¡Ja! —Samuel dejó salir una risotada sin humor—. Más como un tonto idiota. Pudo habernos hecho explotar a todos con una sola palabra, y lo sabes.
—¡Bueno, no lo hizo! —espeté, mis nervios habían consumido lo que me quedaba de paciencia—. Y se está haciendo tarde. Voy a llevarlo a su casa —Entrecerré mis ojos, retando a Samuel a intentar detenerme, pero él solo me devolvió la mirada.
—¿Sabes a dónde pertenece? —preguntó Alice con indecisión.
Asentí.
—Lo reconozco, haré que esté en casa muy pronto.
Ninguno de ellos se movió, así que me marché, rodeándolos. Hubiera preferido caminar tras ellos, pero no tenía tiempo para quedarme esperando. No ahora que tendría que regresar al pueblo antes de dirigirme a casa.
Caminé rápido, el peso del niño aumentaba con cada minuto que pasaba. Consideré bajarlo y dejar que caminara, pero el paso lento me habría matado, así que en cambio seguí adelante, deteniéndome solo una vez para cambiarlo de lado, a mi otra cadera.
Así que alguien de una de las familias de magos había pasado por el pueblo hoy. Tenía sentido, ya que nadie más tendría palabras escritas con ellos. Si no hubiera estado afuera recolectando plantas, los habría visto por mí misma. Si era como Samuel decía y habían entrado a la tienda, tal vez, incluso hubiera hablado con ellos.
¿Cómo habrían sido? Una cosa era aprender los hechos sobre ellos en la escuela: cómo sólo ellos podían controlar el poder que las palabras escritas siempre desencadenaban, y por lo tanto sólo a ellos se les podía confiar la lectura y escritura. Sobre la forma en que construían el reino con el poder de sus composiciones escritas. Incluso sobre los diferentes colores de las túnicas que usaban para indicar sus diversas disciplinas. Pero eso no era lo mismo que saber cómo eran como personas.
¿Orgullosos, altivos y desagradables? Así es como siempre me los imaginé, y como se veían por lo general, cuando de vez en cuando, pasaban en carruajes por Kíngslee.
Pero, ¿qué si en cambio se veían normal? Incluso amigables. Una persona justo como yo, sólo que usando ropas más lujosas. ¿Sería eso peor? Saber que nada más que una casualidad de nacimiento nos separaba.
Sin tocar, empujé la puerta de la pequeña cabaña para abrirla, estaba ubicada a una corta distancia del camino principal. Una mujer joven que tenía los ojos rojos, levantó la mirada y soltó un pequeño grito.
—¡Joseph! ¡Allí estás! —Corrió hacia mí y me arrebató al niño de los brazos, envolviéndolo en los de ella. Pensé que se parecía al hijo de Isadora, aunque había olvidado su nombre.
Isadora me observó con los ojos bien abiertos.
—¿Dónde lo encontraste, Elena?
Cambie mi peso de un pie a otro.
—Río abajo.
Una vez más gritó y apretó tanto a Joseph que el niño protestó e intentó zafarse del agarre. Apenas logré abstenerme de poner los ojos en blanco. Esto era una gran cantidad de dramatismo para alguien que ni siquiera había salido a buscar a su hijo.
Quería marcharme rápido, pero algo me mantuvo en mi lugar. Me aclaré la garganta.
—Él no estuvo en ninguna clase de peligro del río —dije, y de inmediato obtuve la completa atención de Isadora.
—¿Qué quieres decir?
—No mostró ninguna inclinación de ir a nadar. Tal vez, porque encontró algo —Miré alrededor pero no pude ver a alguien más en la pequeña casa de dos habitaciones. De igual manera bajé mi voz—. Un pedazo de pergamino. Con palabras. Samuel cree que alguien de uno de los carruajes que pasaron más temprano debió haberlo dejado caer. Joseph lo encontró y… —me detuve—. Estaba intentando copiar algo de ello. En la tierra.
Estaba segura de que mi revelación habría obtenido otro grito, pero en cambio Isadora, al parecer, había quedado muda por la sorpresa. Me miró con los ojos muy abiertos y luego a su joven hijo.
—Y… —su voz tembló—, ¿Samuel sabe esto? Nunca ha sido alguien que mantiene la boca cerrada.
—No te preocupes —dije rápidamente—, Joseph prácticamente aun es un bebe. Y quemamos el pergamino. Estoy segura que Samuel no armará lío, sin importar lo que diga —vacilé—. Pero necesitas asegurarte de que Joseph entienda… —Me mordí el labio—. Debe ser muy inteligente. ¿Él…? ¿Alguna vez él ha intentado algo así antes?
—¡Por supuesto que no! —Esta vez pareció ofendida—. Ni siquiera había visto palabras antes. ¿Dónde podría haberlas visto? Pero le encanta dibujar. Siempre está intentando copiar las formas de las imágenes del mercado, y de los signos… —Sus palabras se apagaron, y pasó una mano por sus ojos—. Como dijiste es inteligente —Me lanzó una mirada—, como tu hermano, Jasper.
Sonreí, pero se sintió falsa, la tensión aun manaba de mí.
—Eso en verdad sería afortunado para él. Para todos ustedes —Me contuve de dejar que mi mirada recorriera el interior de la cabaña mal cuidada—. Pero primero tiene que vivir lo suficiente.
Isadora se estremeció.
—¿Dijiste que lo quemaron?
Asentí.
—Bueno… —Suspiró—. Con suerte eso será el final de esto —Pero podía ver el miedo acechar en sus ojos mientras observaba a Joseph que había logrado liberarse y había corrido al otro lado de la habitación para jugar.
—Sí —Me moví lentamente hacia la puerta—. Será mejor que me vaya…
—Por supuesto, querrás ir a cenar. Gracias, Elena.
Como si fuera una señal Joseph levantó su mirada, y repitió:
—Gracias, Elena —Su voz aguda pronunció un poco mal las palabras. El rostro de su madre se enterneció, y ni siquiera yo pude evitar sonreír.
Pero mi sonrisa se desvaneció mientras, una vez más, salía del pueblo trotando. Isadora debió haber sido más cuidadosa. Debió haber estado vigilando más de cerca a su hijo. Ya era lo suficientemente mayor para entender. Me estremecí. O tal vez no lo era. Apenas podía recordar a Clementine a esa edad, mucho menos como había sido tener esa edad. Aun así. Tan solo el año pasado toda una aldea se había perdido. Una enorme explosión y había desaparecido completamente. Por supuesto, nadie sabía que es lo que había sucedido con exactitud. No luego del suceso, cuando no quedaba nada.
Solo que la explosión había sido inexperta, fuera de control. Mortal. Alguien había estado escribiendo. Un común, sin el control de moldear el poder que fluía de él tan pronto como comenzó a formar las palabras escritas. Un común como yo y como cualquier otro en el reino que no había nacido de padres magos.
Y ese pudo haber sido Kíngslee. Tal vez, casi lo había sido. Tragué y me desvié del camino para recolectar mi bolso de cuero que había abandonado en los arbustos cuando corría a defender a Joseph. Aunque no recordaba haberlo hecho. Jasper me reprendería como siempre hacia, si llegaba a escucharlo, diciéndome que era demasiado protectora.
—Y ni siquiera eres la mayor, Elena —diría, jalando con cariño mi cabello—. ¿No se supone que yo sea el protector?
Siempre sonreía y le seguía la corriente, pero ambos sabíamos la verdad. Jasper era nuestra luz brillante, el único que nos sacaría de la pobreza. El genio con la memoria perfecta que podía competir incluso contra los magos cuando se trataba de las cosas académicas.
Un día aseguraría una posición lucrativa y nos llevaría a la capital. Lo que significaba que me correspondía a mí ser la protectora, tanto de él como de nuestra hermana menor, Clementine. Aunque en estos días él estaba muy lejos, en la Universidad Real. Demasiado lejos para bromear o proteger.
Siempre había sido evidente que Jasper no iba a aceptar la responsabilidad de la conscripción de nuestra familia. Al igual que no había ninguna duda que Clementine, enfermiza y débil, sería excluida de ir a la guerra.
Así que, si iba a cargar con la máxima responsabilidad de proteger a mis hermanos, ¿por qué no empezar temprano? Aun si mi cumpleaños número dieciocho no era sino en más de un año y medio.
Cuando abrí la puerta de nuestra casa, empujándola, mi hermana como siempre me saludó con un grito de alegría. A diferencia de la casa que acababa de dejar, aquí todo estaba aseado y ordenado, los muebles eran macizos y cada superficie había sido restregada hasta estar limpia. Incluso las cortinas parecían recién lavadas. También era más grande, con dos habitaciones más, ocultas, y un ático donde dormíamos Clementine y yo. La recompensa del cuidadoso manejo de mis padres de la tienda. Eso y su inclinación a vivir fuera del pueblo, donde había más espacio para una casa más grande.
Intenté sonreír, pero Clementine me conocía muy bien. Su rostro se desanimó y se apresuró a tomar mi mano.
—¿Qué sucede, Elena? ¿Pasa algo malo?
Hice a un lado mis pensamientos.
—De hecho, no. No me hagas caso, Clemmy. Solo estoy cansada —Y era verdad. Ya no pasaba nada malo, pero aún no podía deshacerme de aquel sentimiento de inquietud que me había invadido junto al río.
—Oh, pobrecita. Por supuesto que estás exhausta, andando por el bosque todo el día —Se apresuró a quitarme el morral del hombro, haciendo gestos para que me sentara mientras ella lo desocupaba, colocando ordenadamente las hierbas, que había en el interior, sobre la mesa.
—Tuvimos algunos visitantes especiales mientras no estabas —Soltó una risilla—, bueno, no eran exactamente visitantes. Clientes.
Me pasé una mano sobre los ojos.
—Eso escuché. Magos, ¿verdad?
Asintió, luciendo un poco decaída porque alguien le hubiera ganado en contar las noticias.
—Una de las damas vio algo de nuestra fruta fresca y al parecer tuvo un antojo que no podía ser negado.
Puse los ojos en blanco, pero era obvio que Clementine estaba fascinada por su encuentro con la clase alta. Nuestros opresores. Presioné una mano contra mi cabeza. Debía estar más cansada de lo que me había dado cuenta. Ahora yo era la que estaba siendo dramática.
Los magos podrían ejercer todo el poder y gran parte de las riquezas del reino, pero eran los únicos capaces de controlar el poder. Y al menos todos veíamos algunos de los beneficios de ello. Aunque solo fuera porque los cultivadores y manipuladores del viento se aseguraban del crecimiento de los cultivos, y los creadores construían caminos. Incluso sus sanadores estaban disponibles para aquellos que se podían permitir pagarles.
—Espero que hayan pagado bien —dije.
—Sí que lo hicieron —dijo mi madre, entrando rápidamente en la habitación—, y pagaron extra. Como si contar la cantidad correcta no valiera su tiempo —Negó con la cabeza asombrada.
—Un día, esos seremos nosotros —dijo Clementine con orgullo en la voz—. Una vez que Jasper se gradúe y todos nos unamos a él en Corrin.
—Sí, así será —dijo mi padre, viniendo de afuera. Alzó a Clementine y la hizo girar, aunque ahora que tenía once años ella realmente era muy mayor para esas cosas. Sin embargo, ninguno de nosotros protestó.
Cuando la colocó otra vez en el suelo, su mirada se posó en las hileras organizadas de hierbas que había en la mesa. Levantó las cejas.
—Lo hiciste bien hoy, Elena.
Me enderecé en mi asiento y le sonreí. Había logrado recolectar un buen botín, aunque los subsiguientes eventos de la tarde lo habían sacado de mi mente. Siempre había sido la mejor en encontrar los lugares ocultos en los bosques donde las plantas más raras crecían. Aquellas que se venderían a buen precio en la tienda, ya sea que estuvieran frescas o secas.
Mi familia me echaría de menos cuando cumpliera dieciocho y me inscribiera para ir a la guerra. Sé que lo harían. Pero era mejor yo que Jasper o Clementine. Nadie lo decía, pero todos estábamos de acuerdo con ello. Y la ley era clara. Un hijo de cada familia debía inscribirse para unirse al ejército cuando cumpliera dieciocho, y si nadie se ofrecía de voluntario, entonces el hijo menor sería reclutado a la fuerza en su cumpleaños número dieciocho.
De vez en cuando había escuchado debates sobre el tema, pero nadie parecía estar de acuerdo en que posición era menos envidiable: si ser uno de los hijos mayores, forzado a elegir, o el menor, sin ninguna elección. A veces veía la tristeza y el miedo en los ojos de mi madre cuando me observaba. La mayoría de familias enviaban a su hijo más musculoso y esperaban que sobreviviera los tres años hasta que hubiera cumplido el tiempo de su servicio y fuera libre de regresar a casa.
A veces me preguntaba si esa era la razón de porque mi mamá había quedado embarazada de nuevo, cinco años completos después de mi nacimiento. Para entonces ya era evidente que Jasper era especial y que no podía ser desperdiciado en la línea de frente de una interminable guerra. De hecho, mis padres ya habían empezado a guardar su dinero, sabiendo cuantas clases particulares necesitaría una vez que hubiera terminado la escuela de Kíngslee a los diez años.
Tal vez mi madre había esperado dar a luz más niños, que podrían haber sido más adecuados para sobrevivir la guerra que yo. Pero tuvo a Clementine, la más dulce —y débil— de nosotros.
En realidad, nunca había tenido el valor de preguntar, aunque quizás ese no había sido para nada el caso.
—¿Alguno de ellos dejó caer algo? —Las palabras salieron de mi boca antes de que me diera cuenta de que habían estado rondando mi lengua.
—¿Quién? —Mi padre lucía confundido.
—¿Te refieres a los magos? —Clementine inclinó su cabeza hacia un lado, observándome de manera inquisitiva—. ¿Por qué?
—Oh, ellos —Mi padre continuó empacando las hierbas.
—No que yo viera —dijo mi madre—, aunque por su forma descuidada, no me sorprendería ni un poco. ¿Por qué preguntas? ¿Pasaste por la tienda y encontraste algo?
Negué con la cabeza.
—Yo no, pero al parecer el pequeño Joseph, el bebé de Isadora, encontró algo —No había querido decirles lo que sucedió, pero no podía guardármelo, no con la forma en que pesaba sobre mí. La historia quería escaparse.
Además Samuel había estado allí. No confiaba en que mantuviera su boca cerrada, y una vez que comenzara a hablar iba a ser difícil saber cómo reaccionarían los demás. Solo esperaba que no hubiera reconocido a Joseph o visto a que casa fui a regresarlo. Por suerte, él no era la clase de persona que presta atención a los detalles.
—¿Algo valioso? —preguntó Clementine—. ¿Crees que les hará falta? Me refiero a los magos.
—A decir verdad, espero que no —Me enderecé, inhalando. Ni siquiera había pensado en eso—. Eran palabras. Alguna clase de mensaje impreso o algo así.
Todo el movimiento en la habitación cesó.
—¿Y dices que el pequeño Joseph lo encontró? —dijo mi padre, luego de unos segundos.
Asentí.
—Samuel y Alice lo encontraron río abajo. Lo quemamos, pero… —Respiré profundo y me apresuré a terminar—, estaba intentando copiarlo. En el suelo, al parecer antes de que yo llegara. Ellos apenas lo detuvieron a tiempo.
—¿Intentando copiar… las letras? —tartamudeó Clementine con el rostro pálido.
—Si hubiera logrado copiar una palabra completa… —Incluso mi padre lucía asustado.
Tragué y asentí.
—Pero no lo hizo. Eso es lo que continúo recordándome a mí misma. No lo hizo, además solo es un niño. Tal vez… tal vez el poder no hubiera aumentado en él lo suficiente como para hacer mucho daño.
Nadie contestó mi esperanzadora sugerencia, porque todos conocíamos el poder de las palabras. Las palabras tenían el poder de la vida, y el poder de la muerte. Las palabras escritas moldeaban el poder, lo liberaban desde dentro de nosotros hacia el mundo. Pero solo las familias de magos podían controlar ese poder.
Desde luego no personas como nosotros, o como el pequeño Joseph. Si algún común escribía siquiera una palabra, el poder saldría volando en una explosión descontrolada de destrucción. Justo como en aquella pobre aldea del norte. En un instante se fue para siempre, borrada del mapa. ¿Cuántas palabras había tomado hacer eso? ¿Y quién las había escrito? Nunca lo sabríamos.
Puede que odiara el sistema que nos oprimía contra el suelo, pero lo entendía. Había una razón por la que ninguno de nosotros podía permitirse las maravillas de la lectura y escritura. Simplemente era demasiado peligroso sin el linaje que nos posibilitaría controlar el poder una vez accediéramos a él. Un desliz y…
La puerta se abrió de un golpe y todos saltamos.
Thomas, el joven que a veces ayudaba en la tienda ahora que Jasper se había ido, se apoyó contra el marco de la puerta, jadeando.
—¿Qué sucede, Tom? —preguntó mi padre.
—Problemas —jadeó—. Hay problemas en la tienda. Algo sobre esos magos.
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