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Voz de poder capítulo 4

Ilustración del mapa por Rebecca E Paavo

Publicado el 2 de enero del 2024

Capítulo cuatro 


Un guardia abrió la puerta del carruaje de un tirón y me hizo un gesto para que bajara. Cuando no respondí de inmediato, vaciló, y recordé que temporalmente había adquirido el estatus de maga. Incluso un aprendiz de mago tiene un rango mucho mayor al de un guardia.

Sin embargo, el mago de la túnica roja no tenía tal reparo y cuando fallé en aparecer, pasó junto al guardia y me agarró el brazo, casi arrojándome fuera del carruaje. Era evidente que no me había perdonado por arruinar su mañana.

Mantuvo un agarre firme en mi brazo mientras me jalaba por el patio y por unas escaleras que conducían a una puerta doble de madera. El edificio en sí tenía varios pisos de altura y estaba hecho del mismo mármol que había divisado en el palacio. Pero mientras que el diseño del palacio había sido elegante y refinado, la Academia lucía casi funcional, un gran bloque cuadrado que se elevaba sobre mí.

Solo el hierro forjado y las enredaderas entrelazadas esculpidas en las puertas le daban una apariencia más refinada. Pero la puerta pasó más rápido de lo que lo había hecho el gran patio, y no tuve la oportunidad de examinar con más detalle la escultura.

En los corredores de la Academia, los jóvenes pasaban apresurados junto a nosotros, ataviados con las túnicas blancas de los aprendices. Intenté no mirarlos fijamente. Nunca antes me había sentido tan fuera de lugar, a pesar de que la mayoría de ellos se veían cercanos a mi edad.

Jasper había sido el único residente de Kíngslee que se recuerde, que había sido aceptado en la Universidad Real, pero nadie de nuestro pueblo sin magos se había convertido en un aprendiz. Porque una memoria perfecta podía —con gran esfuerzo— permitirte seguirle el ritmo en los estudios académicos a aquellos que en verdad podían leer y escribir, pero nada más que el linaje podía concederle a alguien la habilidad de controlar el flujo de poder.

Imposible. La palabra aún resonaba en mí. Yo era imposible.

Todos los aprendices miraban con interés nuestro caminar, pero solo uno sobresalió para mí. Tal vez porque en comparación al resto se veía desinteresado, altivo, desdeñoso, por encima de sentir curiosidad. Nunca antes había visto a alguien que encajara tan perfectamente con mi imagen mental de un mago.

Y tal vez era por eso que su cabello oscuro, casi negro, y sus intensos ojos verdes permanecieron grabados en mi mente, aun luego de que me jalaran lejos de su camino. Incluso los ondulados mechones sueltos de su cabello permanecían a la perfección en su lugar, como si no se atrevieran a desafiar su voluntad. Sobresalían junto al estilo de cabello corto que parecían preferir los otros chicos que pasamos.

El mago que estaba conmigo no mostró ningún interés en los aprendices, excepto por el chico de ojos verdes. Cuando pasamos cerca de él, recibió un asentimiento con la cabeza, lo que solo aumentó mi curiosidad. Pero todos mis pensamientos sobre alguien más se disiparon cuando fui empujada dentro de lo que parecía ser una especie de sala de espera, y cuando me dijeron en términos claros que me sentara.

—Y no te muevas.

El mago desapareció por una puerta que estaba al otro lado de la habitación. No se molestó en cerrarla por completo tras él, así que fragmentos de voces flotaron hasta mí, aunque no podía ver nada. Intenté no temblar mientras mi mente repasaba todas las posibilidades desconocidas de lo que podría suceder luego.

—Mi querido Romulus, no esperaba que…

—¿Estudiante? No creo…

—… no es mi problema… mantén un estricto control sobre ellos, Lorcan…

La puerta volvió abrirse de golpe y el mago de túnica roja volvió a aparecer. Cruzó rápidamente la habitación, sus zancadas se detuvieron por un momento mientras me pasaba, pero al parecer decidió que no valía la pena decirme algunas palabras, solo negó con la cabeza antes de continuar.

—Entra —ordenó la segunda voz desde el interior de la habitación, oyéndose cansada a pesar de que aún era temprano por la mañana.

Miré a mi alrededor, pero no había nadie más a la vista. No podía pretender que no me hablaba a mí. Me levanté temblorosamente, respiré profundo y caminé hacia la otra habitación.

Apareció un magnífico estudio al menos cuatro veces más grande que la sala de espera, tenía ventanas altas que miraban hacia la parte de atrás de la Academia, y dos paredes estaban cubiertas de libros. A pesar de la ansiedad que me embargó, mis ojos de inmediato fueron atraídos hacia ellas. Tantos libros. Tantas palabras. No podía siquiera imaginar…

—No eres una de mis estudiantes —La voz asombrada dirigió mi atención hacia donde debió haber estado desde el principio, hacia el hombre sentado tras la amplia mesa de caoba.

Vestía una túnica negra, al igual que los instructores de la universidad. Solo podía asumir que él debía ser el director de los instructores de la Academia. Creo que el otro mago lo había llamado Lorcan. Sus ojos grises le daban vida a su contextura delgada y a su rostro, los cuales me evaluaban con una expresión curiosa.

Me obligué a enderezarme y a pararme derecha. Mi familia contaba conmigo, si me equivocaba aquí, todos sufriríamos las consecuencias. Si los magos decidían que nuestra familia había estado leyendo no dudarían en ejecutarnos a todos.

—No. Intenté decirle eso al otro mago, pero…

Lorcan frunció el ceño.

—Romulus nunca ha sido alguien que escucha mucho a los demás. Recuerdo cuando él era un aprendiz, y… —Se interrumpió—. No me sorprende que hubiera querido deshacerse de ti a la primera oportunidad.

De repente se colocó de pie, apoyando su peso con ambas manos sobre la mesa, penetrándome con una mirada que hizo que retrocediera un paso, a pesar de mis intenciones anteriores.

—Pero siempre ha sido más que competente con sus composiciones. Me dijo que usó una y que tú fuiste la fuente de poder que sentimos anoche. Tu edad le hizo asumir que eras una de mis estudiantes, fugitiva —Negó con la cabeza—. Ninguno de mis estudiantes ha huido alguna vez de la Academia.

Su mirada se volvió calculadora.

—Y tú no eres una de mis estudiantes, ni tampoco lo fuiste alguna vez. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis —Me rehusé a volver a retroceder. Necesitaba hacer que este hombre entendiera que no había hecho nada malo… que, por lo menos, en verdad no había pretendido nada malo.

—¿Dieciséis? Entonces deberías estar aquí. ¿Quién eres?

—Soy Elena. Elena de Kíngslee. Mis padres son comerciantes allí y…

—¡Imposible!

Rechiné los dientes. Me estaba cansando con rapidez de esa palabra.

—Imposible —repitió—. No hay familias de magos en Kíngslee. No me mientas, niña.

—¡No estoy mintiendo! —Las palabras salieron más acaloradas de lo que quería—. Le juro que en mi vida nunca he puesto un pie más allá de los límites de Kíngslee. No soy una maga, ni tampoco sé nada de lectura o escritura.

Lorcan sostuvo mis ojos por un largo momento y luego colapsó de nuevo en su silla.

—Tal vez Romulus se ha vuelto descuidado ahora que ya no está bajo mi tutela, y después de todo no eres la fuente de la obra. Supongo que tendré que usar una de mis propias composiciones.

Retiró un diminuto pergamino del primer cajón de su mesa. Se parecía mucho al que Romulus había sacado horas antes, aunque no podía ver las palabras. Lo rompió con prolija precisión, dejando que los pedazos cayeran en un contenedor sobre su mesa.

Esperé ver el mismo polvo resplandeciente que Romulus había fabricado, pero en cambio una ráfaga de viento sopló desde donde estaba Lorcan al otro lado de la habitación. Se me vino encima con escalofriante precisión, girando a mi alrededor, y moviendo mi cabello de tal forma que mis largos mechones ondulados de color castaño bailaban a mi alrededor.

Los ojos de Lorcan se ampliaron, y se movió con inquietud en su asiento. Luego, murmurando entre dientes, sacó una llave de una cadena alrededor de su cuello y abrió el cajón de abajo de su mesa. Por un momento sus dedos pasaron por el contenido oculto y luego retiró otro pergamino pequeño y luego otro, ninguno de ellos podía ser más largo que mis dedos.

Tomó uno de ellos, pero se detuvo con él entre sus dedos, sus ojos se posaron una vez más en mí.

—Esta es una composición valiosa, Elena. Estaré muy molesto si me haces desperdiciarla.

Tragué.

—Le estoy diciendo la verdad, mi lord —Seguramente él tenía un título más elevado que el genérico que se usaba para dirigirse a los magos, pero aún no conocía su posición oficial.

Sus ojos se entrecerraron de nuevo y luego rasgó el pergamino con un movimiento fluido. Esta vez, en vez de desechar los pedazos, los dejó caer sobre la superficie de la mesa. Un brillo dorado los rodeó, y sus ojos se fijaron en él en vez de en mí.

—¿Tu nombre? —preguntó, aunque ya me había llamado por él.

—Ah… Elena.

El brillo no cambió, y el asintió una vez.

—Ahora necesito que mientas. ¿Qué edad tienes?

¿Mentir?, pero acababa de decirme que dijera la verdad.

—¿Dieciséis?, mi lord. Yo no…

Lorcan negó con la cabeza de manera impaciente, sus ojos aun fijos en el pedazo de pergamino rasgado.

—Niña, dije una mentira. Una mentira.

—Oh. Mmm, ¿quince?

Esta vez el brillo se oscureció, volviéndose de un enfermizo color negro aceitoso. Me estremecí. Luego de un momento volvió a su anterior color dorado, y me di cuenta de que habíamos estado probando el encantamiento.

—Bueno, entonces todo parece estar en orden —Lorcan levantó la vista y me atravesó con una mirada curiosa, como si fuera un fenómeno al que le habían pedido estudiar. Lo cual, supongo, era.

Me lamí los labios. Esa había sido la prueba del encantamiento. Ahora comenzaba mi prueba.

—¿Quiénes son tus padres? —preguntó, su mirada regresó al brillo.

—Mis padres son comerciantes en Kíngslee —dije, mis propios ojos estaban fijos en su mesa—, al igual que lo fueron sus padres antes de ellos. Comerciantes y granjeros.

Cuando la luz permaneció de color dorado, Lorcan inhaló audiblemente.

—¿Conoces si tienes algún mago en tu linaje?

Negué con la cabeza.

—En voz alta, niña.

—No.

Frunció el ceño ante el inmutable brillo dorado.

—Que tu sepas —murmuró para sí—. Esto solo prueba que dices la verdad como la conoces… —Levantó la vista—, pero eso genera una pregunta más importante. Si fuiste criada como la hija de un comerciante de una aldea, ¿cómo aprendiste a leer y a escribir?

Me erguí.

—No puedo leer ni escribir. Nunca antes intenté hacerlo, nunca en mi vida he tenido más que un vistazo pasajero a las palabras. No soy tan traicionera, ni tan insensata.

El brillo permaneció de un constante color dorado.

—No puede ser. No puede —Lorcan se dejó caer contra el respaldar de su silla y levantó una mano como si fuera a barrer los pedazos de pergamino fuera de su mesa. Una mano que temblaba.

Pero se detuvo y una vez más me miró.

—Tanto Romulus como yo usamos composiciones diferentes. El poder no puede mentir. Se adhiere a ti. Tal vez nos equivocamos cuando sentimos algo de control dentro de la obra. Tal vez… —Sus ojos se fijaron en el segundo pergamino que continuaba enrollado con firmeza en su mesa—. Esperaba no usarlo… pero esto… esto es…

Levantó el segundo rollo y lo rasgó con manos más temblorosas que antes. Apenas me abstuve de retroceder de nuevo. Debía ser un encantamiento poderoso y valioso si estaba tan reticente de usarlo. ¿O solo era uno doloroso?

Pero aquel pensamiento solo había cruzado mi mente cuando una brillante luz salió disparada y me envolvió. Por un momento no pude ver nada en medio del brillo, luego se atenuó, o más bien, se movió desde donde yo estaba a un lugar vacío de la habitación.

Las imágenes aparecieron en la luz, y me tambaleé, jadeando. Lorcan me hizo un gesto hacia una de las sillas delante de su mesa, sin apartar los ojos de la escena que se reproducía frente a él.

Las figuras eran frágiles y más pequeñas que las de la vida real, pero al mismo tiempo eran nítidas. Observé con horrorosa fascinación como mi padre luchaba con Murphy, y como yo estaba parada enfrentando la multitud. Podía ver el parpadeo de las llamas de las antorchas y el enojo y miedo en sus expresiones. Ningún sonido acompañaba las imágenes, pero la escena no necesitaba sonido para dar a entender lo que estaba pasando.

Vi al hombre echar hacia atrás su brazo para tirar la antorcha, y vi mi propia boca formar la palabra «alto», y luego vi una ola plateada —el poder era visible, como no lo había sido en la vida real— que emergió de mí y barrió sobre los hombres, petrificándolos en el lugar. Se sostuvo por un largo momento mientras mi imagen miraba alrededor asombrada, y luego se fragmentó, volando hacia atrás, contra mí y haciendo volar los fragmentos de cristal.

Apreté mis puños, mis uñas se clavaban en mis palmas. Se veía diferente desde el exterior. Me veía confundida y asustada, como recuerdo haber estado, pero también me veía… poderosa. No podía pensar en otra palabra para describirlo. Miré fijo mi propia imagen hasta que la luz se desvaneció y la habitación a mi alrededor regresó a la normalidad.

—Eso fue increíble —dije en voz baja, olvidando por un momento donde estaba y con quien estaba.

—No —Y ahora era la voz de Lorcan la que tenía miedo y confusión—, eso fue imposible.

Miré sobre la mesa y nuestros ojos se encontraron.

—Lo que acabo de ver es completamente imposible. Estuve mirando tus manos todo el tiempo. No escribiste nada, tampoco liberaste una composición guardada.

—Se lo dije —De alguna manera su confusión hizo que mi voz sonara más confiada, más segura—. Nunca he escrito una palabra en mi vida. Todo lo que hice fue decir alto. No tengo idea de cómo sucedió.

—Imposible —murmuró de nuevo—. Es imposible acceder al poder sin la palabra escrita. Tan imposible como que tú, una sin-sangre, hija de comerciantes, pueda controlarlo en lo absoluto. Y aun así…

Sus ojos vagaron por la habitación antes de fijarse en el brillo dorado que aún permanecía sobre su mesa. Su mirada se agudizó y se centró.

—¿Alguna vez habías accedido al poder antes? ¿Alguna vez has hecho una obra de cualquier tipo?

Negué con la cabeza y entonces recordé que tenía que hablar en voz alta.

—No. Nunca soñé con tal cosa.

—¿Qué hay de tu familia? ¿Alguna vez alguno de ellos…?

Lo interrumpí antes de que pudiera terminar.

—No. Nadie en mi familia puede leer o escribir. Nadie en mi familia puede componer. Nadie siquiera ha considerado hacerlo.

Lorcan barrió los fragmentos que aun brillaban hacia su mano, aplastándolos junto con el brillo. Los dejó caer en el mismo recipiente de antes y entonces se pasó una mano por los ojos.

—Y tienes dieciséis. La edad en la cual nuestra habilidad de controlar el poder por fin se estabiliza. ¿Coincidencia? Tal vez. Se necesitará un estudio más extenso —Soltó una risa hueca—. Una gran cantidad de estudio extenso. Por supuesto, los de la universidad desearán saber sobre esto. Tal vez hay registros antiguos —Se enderezó en su asiento—. Y el palacio. Debo…

De repente se interrumpió cuando notó que aún seguía sentada en la silla frente a él.

—Pero primero, ¿qué voy a hacer contigo?

—¿Dejarme ir a casa? —pregunté porque no lo pude resistir.

Lorcan de hecho se rió.

—Si tan solo fuera tan simple. No, tú eres una maravilla, Elena. Algo nunca antes visto, algo… —Negó con la cabeza—. No puedes entender lo que esto podría significar, pero mientras que puedes ser algo nuevo, también eres algo que he visto muchas veces antes. Una joven de dieciséis años sin entrenar, con el poder de destruir a mucha más gente que solo a ti misma. Debes ser entrenada, se te debe enseñar a controlar el poder —Tamborileó sus dedos contra la mesa—. Y ese es el rol de la Academia. Nadie puede disputarlo. Oh, no tengo ninguna duda de que la universidad intentará…

De repente levantó la mirada, con un brillo en sus ojos.

—No, tú lugar está aquí. Elena de Kíngslee, bienvenida al primer año de la Academia Real de la Palabra Escrita.

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