—¿Esto es Atlantis? —Sophie no pudo ocultar su decepción.
Se encontraban en medio de la nada, en una porción de rocas oscuras rodeadas de olas tupidas de blanco. Las únicas señales de vida eran varias gaviotas, y todo lo que hacían era chillar y ni siquiera se acercaba al continente perdido que esperaba ver.
—Así es como llegamos a Atlantis —le corrigió Alden, mientras cruzaba un charco de marea y se dirigía hacia una roca triangular—. Atlantis está por debajo de nosotros, donde la luz no alcanza. No podemos saltar ahí.
Era difícil no resbalarse en las rocas mientras seguía a Fitz, sobre todo con esos zapatos rojos que Alden insistió que usara para hacer juego con el largo vestido. Había suplicado que la dejaran ponerse pantalones, pero, al parecer llevar vestido largo era señal de estatus para una chica, en especial en Atlantis, que, tal y como le había explicado Alden, era una ciudad noble, lo que significaba que los miembros de la nobleza tenían sus despachos allí. La cintura imperio y el escote con pedrería la hacían sentir como si estuviese vistiendo un disfraz.
Era aún más extraño ver a Fitz vestido con ropas élficas: una larga túnica con elaborados bordados en el dobladillo y finos bolsillos en las mangas, hechos a medida del buscador de caminos. Completaban el atuendo pantalones negros con bolsillos en los tobillos —así, según le había explicado, no tendría que sentarse encima de las cosas que llevaba— y botas negras. Ni rastro de mallas o zapatos puntiagudos, por fortuna, pero ahora se parecía más a un elfo, lo cual hacía todo más real.
Una roca se movió bajo su pie y cayó en los brazos de Fitz.
—Lo siento —susurró. Era consciente que su cara estaba tan roja como su vestido.
Fitz se encogió de hombros.
—Ya estoy acostumbrado. Mi hermana, Biana, también es torpe.
No estaba segura si le gustaba la comparación.
—Entonces, ¿Atlantis de verdad se hundió? —preguntó, cambiando de tema mientras lo seguía hacia una saliente por encima del agua.
—Los Antiguos diseñaron la catástrofe —le respondió Alden. Abrió un compartimiento secreto en el lado de la extraña roca revelando cientos de botellitas de cristal. Cogió una y se les unió en la saliente—. ¿De qué otra forma pensarían los humanos que desaparecimos?
Sophie echó un vistazo a la etiqueta de la botella. «Remolino. Abrir con cuidado».
—Retrocedan —Alden descorchó el tapón y arrojó la botella al mar. Una fuerte ráfaga de aire los golpeó en la cara y el rugido del agua agitada llenó el aire—. Las damas primero —gritó mientras señalaba hacia el borde.
—Perdón… ¿qué?
—Quizás debas ir primero, papá —propuso Fitz.
Alden asintió, se despidió rápidamente con la mano y saltó. Sophie gritó. Fitz se rió junto a ella.
—Tu turno —La arrastró hacia el borde.
—Por favor, dime que estás bromeando —le suplicó mientras intentaba zafarse sin éxito.
—Parece peor de lo que es —le prometió.
Tragó saliva y miró al torbellino que giraba debajo de ella. El agua, fría y salada le salpicaba en la cara.
—¿De verdad esperas que salte?
—Te puedo empujar si lo prefieres.
—¡Ni siquiera lo pienses!
—Entonces será mejor que saltes. Te daré hasta cinco —Avanzó un paso hacia ella—. Uno.
—Está bien, está bien —Quería conservar la poca dignidad que le quedaba.
Respiró lento y profundo, cerró los ojos y saltó, sin dejar de gritar todo el tiempo. Le tomó un momento darse cuenta de que no se estaba ahogando y otro más dejar de agitarse como una idiota. Abrió los ojos y jadeó.
El remolino formaba un túnel de aire que se hundía y entretejía en el agua oscura como si fuera el tobogán de agua más loco que existiera. En realidad, estaba empezando a disfrutar el viaje cuando salió despedida del vórtice hacia una enorme esponja. Sintió como si una manada de gatitos la estuviesen lamiendo desde la cabeza hasta la punta de los pies pero sin sentir su aliento. Entonces la esponja se recogió dejándola parada sobre un cojín gigante.
Sus manos quedaron inmóviles cuando se alisó el vestido.
—No estoy mojada.
—La esponja absorbe toda el agua cuando aterrizas. ¡Aterrizaje!
Alden la apartó del camino mientras Fitz aterrizaba en la esponja, justo donde ella había estado parada. Sophie saltó de la esponja hacia el suelo ligeramente blando que se sentía como arena compacta.
—Bueno esto es Atlantis —Alden hizo un gesto hacia la resplandeciente metrópolis que tenían delante.
Sophie sentió que necesitaba agrandar los ojos para verlo todo. La ciudad estaba envuelta en una cúpula de aire que se perdía más allá del océano. Las retorcidas torres de cristal se elevaban en el horizonte, bañando la plateada ciudad con un suave brillo azul que se emitía desde sus capiteles puntiagudos. Los edificios se alineaban en una compleja red de canales interconectados por puentes arqueados. Le recordaba a las imágenes que había visto de Venecia, pero todo era elegante, moderno y limpio. A pesar de encontrarse en el fondo del océano, el aire era fresco y puro. El único indicio de que estaban bajo el agua era un tenue zumbido de fondo, como el que oía cuando colocaba una caracola sobre su oreja.
—Usan mucho cristal para construir edificios —observó mientras seguía a Alden hacia la ciudad.
Él sonrió.
—El cristal almacena la energía que usamos para alimentar todo y está tallado para dejar entrar la cantidad exacta de luz. Por supuesto tuvimos que hacer algunos cambios cuando trasladamos Atlantis bajo el agua. Bañamos los edificios con plata para que reflejaran la luz del fuego que creamos en los capiteles y así ayudar a iluminar la ciudad.
—¿Por qué hundieron Atlantis y no las demás ciudades?
—Construimos Atlantis para los humanos, es por eso que conocen el verdadero nombre de la ciudad. Hace mucho tiempo los humanos caminaron por estas mismas calles.
Miró alrededor. Los elfos se paseaban por las tiendas luciendo joviales y elegantes. Los hombres llevaban pesadas capas de terciopelo, como si pertenecieran a una feria del renacimiento, y algunos vestidos de las mujeres cambiaban de color mientras se movían. En los carteles de las tiendas se leían ofertas especiales de dos por uno en relámpagos embotellados o aprobaciones rápidas en aplicaciones para Ojos espías. Un niño caminaba paseando una especie de híbrido entre gallina y lagarto. No era de extrañar que los humanos inventaran mitos locos después de que los elfos desaparecieron.
Llegaron al canal principal y Alden paró a uno de los carruajes que flotaban en el agua, un barco plateado con forma de almendra con dos filas de asientos con respaldos altos. Un conductor, vestido con una capa verde que le llegaba hasta los codos manejaba desde la primera banca, tirando de las riendas de una especie de criatura marrón que rozaba la superficie de las olas.
Sophie chilló cuando el escorpión de dos metros y medio con pinzas letales se encabritó contra las riendas. Su cola enroscada parecía lista para picar.
—¿Qué es esa cosa?
—Un euriptérido —le explicó Alden—. Un escorpión de mar.
—No estás asustada, ¿verdad? —le preguntó Fitz.
Sophie se alejó varios pasos.
—¿Qué es lo que sucede con las chicas? —Fitz se inclinó y acarició el brillante caparazón marrón que se extendía por toda la espalda del euriptérido. Sophie esperó a que sus pinzas lo cortaran en dos, pero la criatura se quedó quieta emitiendo un suave siseo, como si disfrutara que la acariciaran—. ¿Ves? Es inofensivo.
Fitz se subió de un salto al carruaje. Alden lo siguió y sostuvo la puerta para ella.
—Quinlin nos espera, Sophie. Es tiempo de saber qué hay en esa impenetrable mente tuya.
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